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¿Cuándo fue la primera vez que oí hablar de ellos? Debió ser en mis tiempos de becario universitario en el proyecto del "Sistema de Indicadores de la Sociedad de la Información". La directora del proyecto me mandaba regularmente enlaces a noticias y artículos de opinión, que yo leía y guardaba en una carpeta sin saber a estas alturas si sirvieron para algo. Los tomé como una consultora de ejecutivos encorbatados que facturaban millones, pero con un nombre curioso: "Sociedad de las Indias Electrónicas". Creo que el primer artículo que leí fue uno sobre Corea. La comparaba con España por el igual número de habitantes y la abismal diferencia en desarrollo de Internet. Aquella gente tenía una visión que iba muchísimo más lejos que cualquier otra cosa que había leído en España. Eran puro filo. Siempre me maravilló ese estar dos pasos por delante en tantas cosas en un país, este, que... funciona como todos sabemos. Y un día repasando mi vida comprendí que mi trayectoria, tan alejada a la de ellos, en sí misma explicaba muchísimas cosas de cómo es este país.
...
Yo nací junto al mar el mismo año que los miembros de la Junta de la Biblioteca de las Indias Electrónicas. Y mucho antes de ser consciente de que era un nerd sentí fascinación por los ordenadores. Fue un flechazo desde que mis dedos tocaron las teclas de goma de aquel ZX Spectrum 48kb. en casa de un amigo. ¿Qué tenían los ordenadores para que toda una generación que descubríamos aquellas máquinas tan simples nos maravilláramos con ellas? Yo por mucho que insistiera en casa me tuve que conformar con jugar en los XT a 8MHz. con monitor fósforo verde de mis primos.
Empecé B.U.P. tras aquel verano en el que el gobierno comunista de Hungría abrió su frontera con Austria. Recuerdo aquella noche en que TVE interrumpió su programación para conectar con Berlín al pie del Muro con alemanes subidos a él. Meses después, era febrero de 1990, entró en mi casa mi primer ordenador: Un Philips AT 286 a 10MHz. con disco duro de 20Mb. Mi sueño era ser programador de juegos y aparte de la informática no había nada más que me atrajera. Era eso o nada. Seguí el itinerario de ciencias aunque se me dieran fatal las matemáticas. Ni siquiera me planteaba una carrera de letras porque no había nada en la universidad de provincias más cercana a mi casa que me interesara. Me fue fatal en C.O.U. y me encontré sin plan B. Terminé en FP2.
Fue en octubre de 1994 cuando navegué por Internet por primera vez. Fue en el museo de la ciencia cercano a mi casa. Por quince días pusieron un ordenador a disposición del público. Antes de navegar abrí el libro y me puse a leer:
Cerró los ojos.
Encontró la rugosa superficie del interruptor.
Y en la cruenta oscuridad de sus ojos cerrados, un hervor de fosfenos de plata que llegaban desde el filo del espacio, imágenes hipnagógicas que pasaban a gran velocidad como una película de fotogramas aleatorios. Símbolos, figuras, un borroso y fragmentado mandala de información visual.
Por favor, rogó, ahora...
Un disco gris del color del cielo de Chiba.
Ahora...
El disco empezaba a rotar, rápidamente, convirtiéndose en una esfera de
gris más pálido. Expandiéndose...
Y fluyó, floreció para él, truco origami de neón fluido, el despliegue de un hogar que no conocía distancias, su país, transparente tablero de ajedrez tridimensional que se extendía al infinito. Un ojo interior que se abría a la
escalonada pirámide escarlata del Centro de Fisión de la Costa Este, ardiendo detrás de los cubos verdes del Mitsubishi Bank of America, y en lo alto y muy a lo lejos, los brazos espirales de sistemas militares, inalcanzables para siempre.
Y en algún lugar se encontró riendo, en una buhardilla pintada de blanco, con dedos distantes que acariciaban el tablero, y lágrimas de alivio que le arrasaban el rostro.
Gibson recitado como una plegaria en mi primera singladura por la Red.
Las noche de los sábados nos reuníamos para hablar y hablar. Y cuando los bares cerraban entonces paseábamos por las calles vacías del casco antiguo de la ciudad en el frío de la madrugada. En aquellas tertulias oí hablar por primera vez de Mario Bunge o de Marvin Harris. Y tras haber empezado a colaborar en una O.N.G., en el área de cooperación internacional, tuve aún más motivos para leer, como ratón de biblioteca que era, sobre el mundo que me había tocado vivir. Por aquel entonces comprendí lo que mío era realmente las ciencias sociales. Yo les daba el coñazo con las posibilidades de Internet. De comunicarnos vía e-mail, de tener página web... Para el resto de la gente joven en la O.N.G., tecnófobos de izquierda, yo era el chiflado de la informática.
Siempre quise que en mi vida pasaran "cosas". Viajar, ver mundo, conocer gente interesante... Pero mi vida estaba estancada con la sensación de que nunca podría ser lo que realmente soñaba ser. Era 1997 cuando viajé a Alemania para pasar tres semanas en un campamento de trabajo internacional no muy lejos de Berlín, en Lutherstadt Wittenberg, la cuna de la Contrarreforma.
En el campamento coincidí con gente de ocho países diferentes. Allí se rompió aquel mito/complejo que nos habíamos construido en nuestro exilio interior provinciano frente al resto de Europa. La finlandesa decía no tener ni idea de lo que le estaba contando cuando le hablé de la historia de su país (como años más tarde bromearía con una amiga eslovena ¿qué quieres que te explique de la historia de tú pais?)
Un fin de semana lo pasamos en Berlín. El skyline estaba lleno de grúas y las canalizaciones de agua iban por tuberías al aire libre pintadas de rosa. Me gustó la energía de aquella ciudad que se estaba reinventado. Descubrí y quedé enganchado a los döner kebap. Me maravilló la libertad que se respiraba allí. Roto el hielo notabas que las chicas no estaban a la defensiva como en casa. La palabra "maricón" todavía estaba en mi vocabulario y de pronto ver a dos lesbianas besándose o a dos tíos cachas pasear cogidos de la mano en el Tiergaten me pareció lo más natural del mundo.
Estar lejos de casa, solo y conviviendo con tantas personas en un entorno limitado fue lo más parecido que conozco a estar en la casa del Gran Hermano (un campamento de verano fue lo que se me vino a la cabeza cuando vi el programa por primera vez). Fue un banco de pruebas psicológico con el que aprendí muchas cosas de mí mismo. Cuando llegué a casa vivi una epifanía en la acepción inglesa del término. Muchas cosas cambiaron para siempre. Pero pronto me vi lanzado al mercado laboral.
Vivía en una provincia que vive del turismo con una mayoría aplastante de PYMEs que suplían sus necesidades informáticas comprando clónicos en la tienda de la esquina y pirateando el programa de contabilidad y facturación de moda. Los programadores sólo teníamos hueco en las grandes multinacionales del turismo y en los escasas grandes empresas locales. Una oferta de empleo muy reducida, y cubierta ya de antemano. Yo me pudría en casa de mis padres sin trabajo y en el Telediario se decía que en España faltábamos informáticos por miles.
Terminé, como tantos en mi ciudad, trabajando sin contrato y cobrando una miseria (exactamente 17 pesetas más por hora que en Telepizza). Era la primavera de 1999. Aquello no iba a ninguna parte. Mandé a la mierda el trabajo. Corté una relación que hacía aguas. Pedí plaza en la recién creada creada carrera de Sociología (Mi padre me había animado a empezar de nuevo, y estudiar en la universidad. Pero ya no me interesaba la informática). Y con las rodillas temblando del miedo convencí a mis padres que nada me pasaría en mi primer viaje InterRail completamente solo. El verano anterior había sido el primero pero en compañía del otro español que había conocido en Alemania. Colgué el mapa Michelín de Escandinavia en la pared de mi cuarto y lo llené de notitas Post-It con mis planes de viaje. Me llegué a aprender el horario de las conexiones en tren de memoria.
Estaba en Kuopio, viajando en dirección sur desde la Laponia finlandesa a Helsinki, cuando en un ordenador conectado a Internet en la biblioteca pública me enteré que tenía plaza en la universidad. Buscando donde comprar una tarjeta de teléfono para llamar a mis padres toda mi vida desde que salí del instituto pasó por mi cabeza. Quise llorar de alegría.
Qué bonito! Es una biografía completamente ciberpunk. Para la antología me temo. ;-)
Esa parte de tu biografía la compartimos muchos. Salvando los detalles personales y locales, todos descubrimos el mundo de los ordenadores en la adolescencia y nos fascinó. Todos deseábamos salir de casa y del país y descubrir mundos.... Y tras mucho viajar nos dimos cuenta de que todo es casi igual en todas partes. Hoy, la tecnología solo me sirve, pero yo he dejado de servirla a ella.
Saludos