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Hoy por la malana regresaré a Madrid. Estos últimos días los he dedicado a acometer la limpieza, siempre pospuesta, del cuarto donde estudiaba durante la carrera. La montaña de papeles que he ido sacando daría para montar una barricada. Hectáreas de bosque convertidas en papel. Indulté fotocopias de textos y algún que otro apunte de la carrera. En dos o tres años me resignaré ante su inutilidad.
Resulta irónico lo mucho que me costó meter algunos de aquellos conocimientos en mi cabeza, y ahora el origen de mis neuras y angustias pasadas se reduce a un inofensivo montón de papel inútil. Tanto tiempo, tanta energía, tanta vida empleado en todo aquello. Y ahora va a la basura o a acumular polvo o cagadas de cucarachas en un trastero. ¿No sería mejor que todo ardiera en una enorme pira? Encima decidí tomar una decisión drástica con todas las hojas de papel usadas por una cara que guardaba para reutilizar. Demasiado espacio, demasiado poco tiempo en casa para llegar algún día a usarlas. A la basura. Por fin se han generalizado los contendores de papel para reciclar en donde viven mis padres. No será un desperdicio entonces.
Por mis manos fueron pasando mis propios garabatos, listas de cosas por hacer, hojas de personaje de juegos de rol que nunca llegué a usar, artículos que guardé para documentar ensayos o relatos que nunca escribí. Una montaña de proyectos no realizados. Toda la vida que nunca fue. Y toda la que fue, desvaneciéndose en el tiempo mientras los recuerdos materiales desaparecían troceados en una enorme bolsa de basura. ¿Qué huella quedará tras de mí?